sábado, 13 de junio de 2009

El Día Que No Pude Ver.

Días soleados, oscuros, fríos, cálidos, bellos y feos, todos suscitan en nosotros imágenes multicolores a lado y lado de nuestro consciente, despertando pensamientos equívocos a la razón del vivir, del ser, creando a la final películas traslucidas en las que solo corren un conjunto de retratos sin importancia.

Ver para sentir (bonita forma de percibir el mundo) y sentir para ver; vida dura llena de sacrificios y abstinencias, en donde algunos huyen como focas del fuerte tiburón llamado sociedad o debería decir suciedad. Es fácil para quienes tenemos la vista categorizar todo: feo, bonito, agradable, no agradable… todo sin importar la esencia, he ahí la falsa, vaga y estúpida percepción que tiene el hombre del mundo que lo rodea.

Recuerdo que el martes 26 de mayo de 2009, a eso de las 07:15 a.m. tomé el autobús que me llevaría a la estación del metro, al subir y dar los buenos días a los pasajeros me sorprendió un chico de camisa roja que se sentaba en la primera silla al lado de la puerta, pues su rostro se vestía de cicatrices que conmemoraban un grave accidente, continúe mi recorrido hacia el final del autobús y espere mi llegada. Al bajar del viejo automotor, noté que de todos los pasajeros aquel chico continuaba atrás, dando cuenta de un gran bastón de varas armables que acompañaban a aquel joven, quien desde un principio me había causado gran intriga, no sé por qué razón regresé (tal vez nunca lo entienda) y le dije: “Amigo, te ayudo”.

Siempre nos vemos en la tarea de confiar en el otro, que mejor manera de hacernos humanos y despertar todo ese sentimiento materno que hemos heredado de las musas que dan la vida. Con el susodicho emprendí el viaje a la tierra del conocimiento, un pueblo aireado con cantos y danzas de brisas frescas y atrevidas que alertaban la llegada de cada individuo a su espacio.
Entrando a la Universidad el reloj marcaba las 07:40 a.m., me apresuré de inmediato con Johan a la biblioteca, pues debía ir allí en busca de una persona que la Universidad le asignaría para que le ayudase a responder el parcial Filosofía de la Ciencia que tendría en los próximos 20 minutos. Llegamos a la anhelada biblioteca a las 07:45 a.m. y antes de despedirse me agradeció con sus ojos cerrados, alma abierta y sonrisa en rostro por la aventura que me había proporcionado (fue algo irónico), confieso que con gran alegría dejaba en aquella puerta un gran tutor, que me había enseñado el valor de lo que es la visión, no solo física sino también de la vida.

Agudizar nuestros sentidos, agudizar nuestra alma, aprender de cada sonrisa una historia, comprender de cada lágrima un sentimiento, y buscar en nuestro ser el por qué, el por qué de lo bello, lo ridículo y sublime. ¿Quien confía si no es por interés propio?, creo que en un tiempo no muy lejano seremos capaces de sentir para ver, dejando de lado, por lo menos un instante la superficial y poco comprensible “visión humana”.

Ser los ojos de alguien es una experiencia indescriptible y tratar de vivirlo también, aunque la confianza sea una cuestión de querer y de sentir, solo en la expresión “autista” de nuestro ser se logra entrever la luz que rodea al mundo de cristal llamado tierra.